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Historia de la comunicación
Desde la más profunda Antigüedad y hasta finales del siglo XX, la comunicación entre los humanos, no conoció de hecho más que dos grandes acontecimientos: el advenimiento de la imprenta de caracteres móviles, tomada de China y puesta a punto por el genio laborioso de Gutenberg, y el de la electricidad. El primero permitió difundir el saber; el segundo, extenderlo a gran velocidad.
Desde la aparición de la imprenta moderna, el saber, en otro tiempo esotérico, se democratiza. Sin embargo, hasta el siglo XIX la prensa no ofrece un reflejo constante de las sociedades.
Efectivamente, hicieron falta tres siglos para que la alfabetización creara un público para la imprenta. Al democratizarse, el saber también fructifica. Cualquiera puede comprar por pocas monedas un manual de química o de electricidad.
Esto que, en principio, parece beneficiar solamente a la imprenta, de hecho (gracias al intercambio de información casi instantáneo de una punta a otra de un país, y en seguida de un continente a otro) modifica la percepción del mundo.
El fenómeno es, en un principio, imperceptible; luego se impone como uno de los rasgos predominantes de los tiempos modernos. El ruso o el inglés, y pronto el africano o el americano, pierden su status de extranjeros. Una conciencia embrionaria y tremendamente frágil de la unidad de la raza humana emerge de las tinieblas.
Los países se urbanizan, el crimen se extiende y con ello pierde su carácter excepcional. La policía hace su aparición en la vida cotidiana. De este modo nacen las novelas policíacas. Poe inventa el primer detective de ficción, el caballero Dupín antepasado directo de Sherlock Holmes y de Hércules Poirot.
Los propietarios de los periódicos quieren aumentar sus tiradas. Nada como ofrecer la continuación de una novela, preferentemente una novela de acción o aventuras, para conseguir que se compre el número del día siguiente. Ha nacido la novela por entregas.
Del mismo modo que la fotografía capta el acontecimiento, el fonógrafo capta la voz humana. La humanidad se acostumbra a ver y oír a los difuntos, y paradójicamente la noción de eterno se vuelve insulsa. El flujo de la comunicación acaba imponiendo el sentimiento por saberes transitorios.