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Batalla de Bunker Hill (1775)

La batalla de Bunker Hill (colina búnker) enfrentó el 17 de junio de 1775 a los rebeldes estadounidenses y las tropas británicas. Formó parte del sitio de la ciudad de Boston dentro de la guerra de Independencia de los Estados Unidos. Los norteamericanos se atrincheraron en un fuerte que construyeron. Y aunque los británicos consiguieron conquistarlo, fue a un elevadísimo precio. En CurioSfera-Historia.com, te contamos la historia de la batalla de Bunker Hill.

Ver la batalla de Breitenfeld

Datos de la batalla de Bunker Hill

  • Fecha: 17 de junio del año 1775.
  • Lugar: Boston, noreste de Estados Unidos.
  • Contendientes: Rebeldes norteamericanos contra el ejército de Gran Bretaña.
  • Objetivo: La independencia norteamericana.
  • Resultado: Vencieron los británicos, que consiguieron conquistar el fuerte.
  • Personajes protagonistas: Los coroneles rebeldes estadounidenses William Prescott y Richard Gridley, y el general Israel Putnam. Los generales británicos William Howe, Henry Clinton y John «Caballero Johnny» Burgoyne.
  • Consecuencias: 449 bajas en los revolucionarios norteamericanos y 1.060 bajas británicas. La moral de los rebeldes americanos se vio muy reforzada, pese a la derrota. Los británicos se dieron cuenta que iba a ser una guerra muy complicada de ganar.

Antecedentes

Cuando el sol despuntaba sobre el puerto de Boston, un oficial a bordo de la fragata HMS Lively notó algo extraño en la colina situada detrás de Charlestown. Apuntó el telescopio en esa dirección y vio que los malditos rebeldes estaban construyendo un fuer­te. De hecho, casi lo habían terminado. El oficial corrió a infor­mar a su capitán, quien ordenó abrir fuego con sus 38 cañones contra los insurrec­tos. Pero minutos más tarde, el almirante Samuel Graves ordenó al Lively cesar el fuego.

En su cuartel general de Boston, el teniente general Thomas Gage ya estaba al tanto de la construcción del fuerte. El he­cho era intolerable. Gage había pasado la mayor parte de su vida en Norteamérica luchando por el rey. Se había casado con una mujer de Nueva Jersey y planeaba retirarse a una casa de campo que había comprado en nueva York. Esa banda de cam­pesinos desarrapados, conducida por jóvenes radicales de la peor calaña, pretendía sumir al país en la anarquía.

Gage había pedido refuerzos para controlar la situación. Recibió 3.000 sol­dados adicionales, que elevaban el número de fuerzas británi­cas a 5.000. Londres consideraba que esa cantidad era suficien­te para sofocar a los disidentes en una ciudad de 20.000 habi­tantes.

Pero Gage no opinaba lo mismo. También le mandaron de refuerzo a tres generales de división recién ascendidos: Henry Clinton, John «Caballero Johnny» Burgoyne y William Howe. Eran tres de los oficiales más ambiciosos del ejército británi­co. Su presencia no le resultaba nada grata a Gage, pues sabía que esos hombres codiciaban su puesto.

Mediante una eficaz organización de inteligencia, que in­cluía espías en las más altas esferas de los consejos rebeldes, Gage se había enterado de que los disidentes se estaban apro­visionando de municiones, armas e incluso cañones.

Había en­viado a Concord una fuerza compuesta por las compañías de flanco (los granaderos y la infantería ligera, que constituían la élite del ejército) para confiscar esos pertrechos. Pero los re­beldes también tenían espías. Los pertrechos habían desapare­cido.

Las tropas británicas se encontraron con una horda de granjeros ar­mados que los obligaron a retroceder hasta Charlestown. Los insurrectos disparaban a las guarniciones británicas desde las casas y los muros de piedra. Parecía haber miles de milicianos. Probablemente, el resultado de la lucha les hizo pensar que podían pelear de igual a igual con las fuerzas regulares de la Corona.

Luego del combate, sitiaron la ciudad de Boston y pro­cedieron a construir una fortificación en la colina de Breed Hill, como si fueran soldados profesionales. Pero Gage estaba convencido de que correrían como conejos a la hora de enfrentar­se a un verdadero ataque de las fuerzas regulares.

Gage decidió dar una respuesta inmediata a los rebeldes por la construcción del fuerte. Convocó a los nuevos generales a una reunión. Burgoyne, escritor y dramaturgo, le dijo al «Ca­ballero Johnny» que escribiera al almirante Graves pidiéndole que reanudara el bombardeo del fuerte. El tono del mensaje de­bía ser persuasivo.

Graves, veterano miembro de la alta admi­nistración de la Corona, jamás aceptaría órdenes de un oficial del Ejército, aun cuando la tarea de destruir el fuerte competía exclusivamente al Ejército. Además, Graves aún guardaba ren­cor a Gage debido a una disputa que había tenido con el padre del general unos años antes. Una vez remitida la nota al almi­rante, Gage invitó a los generales a dar su opinión sobre cómo atacar el fuerte.

La turba se alza en armas

Si Gage hubiese visitado los campamentos rebeldes, se habría inquietado al ver la enorme cantidad de combatientes. Había milicias de toda Nueva Inglaterra, así como tropas de las colo­nias del centro e incluso del sur. Pero la confusión reinante lo habría tranquilizado un poco.

Artemas Ward, el comandante de la Milicia de Massachussets, había sido comandante en jefe en funciones por el Comité de Salvación de Massachusetts. Pero estaba rodeado de oficiales de la Milicia que querían imponer su voluntad. Israel Putnam, quien había dirigido las tropas en la Guerra Franco-india, era el más insistente de todos.

motivos batalla Bunker Hill
Israel Putnam

Los americanos contaban con posiciones fortificadas en las entradas de Boston y Charlestown. Estas dos ciudades ocupa­ban penínsulas gemelas, casi islas, que se proyectaban como renacuajos sobre el puerto (En aquellos tiempos, la sección de Bay Back que correspondía a Boston era realmente una bahía.)

Cada península se comunicaba con el continente a través de un ist­mo llano y estrecho. Como no había tropas en Charlestown de forma permanente, Putnam propuso fortificar Bunker Hill, la colina más alta de la península.

El gran objetivo era impedir que los británicos utilizaran la ciudad como base logística (como lo habían hecho en la incursión a Concord), y también cerrar el puerto de Boston. Algunos generales de la Milicia objetaron esa decisión ale­gando que la colina era muy fácil de aislar ya que la Royal Navy tenía el control absoluto del puerto.

La construcción del fuerte

Pese a las adverten­cias, nadie pudo evitar que el general rebelde Israel Putnam condujera a las tropas has­ta la península al abrigo de la oscuridad de la noche.

Nadie tomó las medidas necesarias para relevar a las guarniciones en­cargadas de las excavaciones o para abastecerlas de agua, comi­da y municiones. Junto con Putnam marcharon el coronel William Prescott de Massachussets, el coronel Richard Gridley, un ingeniero militar de carrera, y 1.200 granjeros armados que se ocuparían de cavar la tierra para construir el fuerte.

Cuando llegaron a la cima de Bunker Hill, decidieron que era mejor fortificar Breed’s Hill, que era más baja pero más em­pinada y se hallaba más próxima a los navíos británicos. Grid­ley esbozó el plano del reducto y Putnam dio la orden de co­menzar a cavar. La fortificación debía ser un terraplén de 1.200 metros cuadrados de superficie, con paredes de 3,5 metros asentadas en un foso seco.

fuerte de Bunker Hill
Mapa de la batalla de Bunuker Hill

Prescott, que era el comandante de las tropas en Breed’s Hill, ordenó a sus hombres que reforzaran los flancos del ba­luarte. A lo largo de la ladera que daba al río Mystic se levan­taron parapetos que llegaban hasta un bosque rodeado por un pantano. Al otro lado de la península, las aguas del puerto de Boston se hallaban demasiado lejos como para construir forti­ficaciones que llegaran hasta la playa.

Prescott mandó un des­tacamento a Charlestown. Su idea era utilizar francotiradores que dispararan desde las casas y retardar cualquier tentativa de los británicos. A la izquierda, entre el bosque y la costa del Mystic quedaba una brecha, y Prescott envió al capitán Thomas Knowlton y a milicianos de Connecticut para cubrirla.

Se atrincheraron detrás de una cerca de madera con base de pie­dra. Bajo los acantilados de la costa del Mystic, el coronel John Stark y dos regimientos de New Hampshire extendieron el cerco defensivo construyendo un muro de piedra que atra­vesaba la playa y llegaba hasta el borde del río.

La construcción del fuerte se interrumpió brevemente cuando el navío Lively comenzó a disparar y continuó tras el cese del fuego. Más tarde toda la flota británica reanudó el ataque, des­cargando incluso los cañones del ejército que se hallaban en la bahía. Los cañones de los navíos no estaban diseñados para dis­parar contra fuertes elevados desde una distancia tan corta, de modo que la mayoría de las balas impactaban a baja altura.

Los rebeldes continuaron cavando. Un soldado llamado Asa Poliard descendió la colina para buscar agua y al regresar su cabeza de­sapareció de pronto y un torrente de sangre brotó de su cuello. Una bala de cañón lo había decapitado. Los americanos toma­ron sus posiciones. Pero Prescott se subió a un parapeto y, ca­minando de un lado a otro, ordenó a sus tropas que siguieran cavando.

Prescott vio que se aproximaba un joven vestido con ele­gancia. Al observarlo más de cerca, el coronel reconoció al doc­tor Joseph Warren, presidente del Comité de Salvación y del Congreso Provincial. Acababa de ser nombrado general de di­visión. Prescott le ofreció el mando. «No tomaré el mando (dijo Warren). Vine con mi mos­quete como voluntario para ponerme a su servicio.»

La estrategia de los británicos

En el Cuartel General británico, Henry Clinton hizo una sugerencia. Nacido en Newfoundland, criado en Nueva York y herido en los campos de batalla de Europa, propuso acampar en el istmo de Charlestown, una franja de tierra de sólo 32 me­tros de ancho, a fin de aislar a los rebeldes.

tácticas militares Bunker Hill
el general británico William Howe

Gage alegó que no hacía falta tanta sutileza, que los rebel­des saldrían corriendo cuando tuvieran que enfrentarse cuerpo a cuerpo con las tropas regulares en el ataque ofensivo, y que ese sería un duro golpe para la moral de los revolucionarios.

William Howe se opuso a los dos planes. Howe era her­mano de lord Augustus Howe (creador y experto en tácticas de infantería ligera) y, según James Wolfe (conquistador de Quebec), el joven oficial más brillante y audaz del ejército. Bajo las órdenes de Wolfe, Howe había conducido el principal ataque en la batalla de las llanuras de Abraham.

El general señaló que si las tropas desembarcaban en el istmo pantanoso, donde no había ningún tipo de refugio, serían atrapadas por los rebeldes del norte y del sur, que se ha­llaban en terrenos más altos. Además, debido al movimiento de las mareas, sólo se podía desembarcar y evacuar en ciertos momentos del día, y durante las horas restantes había que hacerlo en un lugar que se hallaba a 800 metros del istmo.

Howe propuso desembarcar en el cabo de Moulton, al este de Charlestown y frente a Breed’s Hill, pero su plan no consis­tía en un simple asalto frontal. Un destacamento comandado por el general de brigada Robert Pigot entraría en Charles­town y avanzaría hacia el fuerte. Pigot no debía atacar, sino solamente detener a los rebeldes mientras el resto del ejérci­to asestaba el golpe decisivo.

Howe, al mando de los granade­ros (las fuerzas de choque del siglo XVIII) y de las compa­ñías de batallón, atacaría el fuerte por el costado que daba al río Mystic. Y la infantería ligera (el arma preferida de Howe) se encargaría de dar el toque final.

La infantería li­gera, compuesta por hombres delgados y atléticos, elegidos por su agilidad y su capacidad de pensar por sí mismos, avan­zaría deprisa por las playas del Mystic, oculta bajo los acanti­lados, y envolvería el flanco enemigo. Luego debía embestir a los rebeles atrincherados detrás de los parapetos, al tiempo que los granaderos y las compañías de batallón se preparaban para atacar.

La batalla

Tras el desembarco británico, el destacamento de Pigot fue asediado por francotiradores. El general de brigada pidió apoyo a la arti­llería. Los barcos británicos respondieron disparando con balas de cañón al rojo vivo y carcasas rellenas con una mezcla infla­mable de brea y estopa.

Charlestown era una caldera rugiente. Pigot rodeó la ciudad con sus soldados y los condujo hacia el fuerte. En el flanco derecho de los británicos, Howe dividió a sus tropas en tres oleadas. «No quiero que ninguno de ustedes se me adelante un solo paso», les dijo. Y lo decía en serio.

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La lentitud del avance británico y el silencio de sus piezas de artillería desconcertaban a los americanos apostados detrás de los parapetos. El avance era lento porque los Casacas Rojas debían caminar con suma cautela a través de una alta y densa maleza que ocultaba paredes de piedra y zanjas. El silencio de la artillería se debía a que por un error se habían proporciona­do balas de 12 libras a los cañones de seis.

Primer ataque

Ocultos tanto de los americanos apostados tras los parape­tos como del cuerpo principal del ejército británico se hallaba la infantería ligera. Y, por cierto, su avance era bastante rápido. Marchaban a paso redoblado en filas de cuatro hacia lo que pa­recía un muro de piedra abandonado. La Compañía Ligera de los Reales Fusileros Galeses lideraba el avance.

Cuando los galeses se encontraban a 30 metros del muro, se oyó una explosión ensordecedora, seguida por una nube de humo. La Compañía Ligera de los Reales Fusileros Galeses ha­bía dejado de existir.

La infantería ligera de Su Majestad, que se hallaba detrás de los galeses, se detuvo durante una fracción de segundo y luego caló sus bayonetas y se lanzó al ataque antes de que los rebeldes pudieran recargar las armas. Los infantes saltaron por encima de los cadáveres de sus compañeros y co­menzaron a gritar enfurecidos cuando una segunda descarga los hizo saltar por los aires.

Ningún soldado podía recargar con tanta rapidez. A continuación, la Compañía Ligera del 10° Re­gimiento de Infantería hizo una pausa. Se produjo una tercera salva de fuego y entonces toda la columna de infantería ligera se batió en retirada.

Detrás del muro, John Stark echó una mirada cargada de intensidad hacia las tres líneas de milicianos tendidos de bru­ces, frustrando todo deseo de perseguir al enemigo o incluso de manifestar algún tipo de entusiasmo. «Vuelvan a cargar y aguarden», les dijo. Si la Cuarta Compañía hubiera continuado atacando, la ba­talla habría terminado.

Segundo ataque

Los hombres que seguían a Howe no tenían idea de lo que había ocurrido. Los granaderos (la primera oleada de tro­pas) abrieron fuego contra los silenciosos parapetos cuando estaban a unos 70 metros y cargaron rápidamente.

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Habían avanzado 27 metros cuando vieron cabezas y bocas de mos­quetes rebeldes asomándose por encima de un muro de tierra. De pronto se oyó un ruido atronador, seguido de una nube de humo blanco. Howe miró a su alrededor. En lugar de una for­mación, vio detrás de él unos grupos desordenados y hombres dispersos. Los supervivientes respondieron al fuego, pero sus disparos se estrellaron en el muro.

Los rebeldes volvieron a disparar. Los granaderos comenzaron a descender la colina. Las compañías que componían la segunda oleada, avanzaron hacia las posiciones enemigas marchando a través de los gra­naderos, y abrieron fuego. Pero no acertaban al blanco. Los milicianos americanos empezaron a disparar lo más rápido posible.

«Una incesante cortina de fuego provenía de las líneas re­beldes (escribió más tarde un oficial británico). Durante 30 minutos lo único que se veía era una interminable cortina de llamas.» Howe arengó a sus tropas y agitó la espada, pero los solda­dos se batieron en retirada.

Las tropas de Pigot tuvieron una experiencia similar cuan­do se acercaron al fuerte. «El general Burgoyne y yo vimos un espectáculo aterrador sobre el flanco izquierdo del ejército (escribió Clinton). En una palabra, estábamos perdiendo.»

Tercer ataque y último ataque

Clinton reunió las fuerzas de reserva y las condujo al otro lado de la bahía. Una vez allí, formó otra unidad con los heri­dos que estaban en condiciones de caminar. Pero Howe no iba a permitir que Clinton le robara la victoria.

Él y Pigot reorganizaron sus tropas, la infantería ligera, los gra­naderos y las compañías de batallón, y los condujeron colina arriba quince minutos después de la retirada. Esta vez no había tiempo para sutilezas. Había que iniciar un ataque frontal con­tra un enemigo atrincherado. Fue un baño de sangre. Los americanos volvieron a repeler a los Casacas Rojas. En el fuerte, la mayoría de los rebeldes no habían dormido ni comido desde la noche anterior. Y además, por si fuera poco, se estaban que­dando sin municiones.

Para el tercer ataque, Howe formó a sus tropas en largas co­lumnas para evitar que toda una fila de soldados estuviera ex­puesta al fuego enemigo al mismo tiempo. Cuando los tuvie­ron al alcance de la vista, comenzaron a disparar. Dispararon hasta que se agotaron las municiones. Algunos decidieron usar guijarros o clavos en lugar de balas.

Finamente, los británicos tomaron el fuerte, pero los desarrapados milicianos no huyeron corriendo en estampida. La retirada de los rebeldes, escribió el «Caballero Johnny Burgoyne», «no fue una fuga, sino todo un ejemplo de valen­tía y aptitud militar».

Consecuencias

De los 1.800 americanos que participaron en la contienda, 449 murieron o resultaron heridos. Uno de ellos fue el doctor Joseph Warren, que murió minutos antes de finalizar la bata­lla. Las bajas británicas ascendieron a 1.060 hombres, entre muertos y heridos, de un total de 2.600 efectivos.

Henry Clinton comentó: «Una victoria muy cara. Otra igual nos acabaría arruinando.» Pero no hacía falta una victoria igual. Los británicos habían conquistado una colina insignificante. En cambio, los americanos habían ganado confianza.

En Concord, su fuerza numérica había intimidado a las tropas reales, pero su actuación había sido muy pobre. Estaban nerviosos porque en muchos casos se sentían cometiendo una traición y luchando contra el mejor ejército del mundo. En Bunker Hill, los rebeldes americanos se enfrentaron a una fuer­za británica superior y la mantuvieron a raya hasta que se que­daron sin municiones.

Si los americanos decidían resistir, los británicos se encon­trarían en una situación desesperada. Las colonias ocupaban un territorio de 1.600 kilómetros de largo y otros tantos de an­cho. El número de habitantes equivalía a un cuarto de la po­blación de Gran Bretaña e Irlanda juntas, y los colonos podían autoabastecerse ampliamente.

No había un centro vital, aun­que Filadelfia era la segunda ciudad más grande de habla in­glesa del mundo. Unos 4.800 kilómetros de océano separaban a las colonias de Gran Bretaña. En suma, era un lugar dema­siado grande para ser conquistado por las fuerzas disponibles en el siglo XVIII.

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