La invención del corazón artificial es todo un hito dentro de la historia de la medicina. A lo largo de los años, ha salvado miles de vidas en todo el mundo. Al principio, eran unos aparatos enormes y nada prácticos, pero poco a poco ha ido evolucionando y reduciendo su tamaño y autonomía. En CurioSfera-Historia.com, te explicamos la historia del corazón artificial.
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Quién inventó el corazón artificial
El primer científico en crear un corazón artificial fue el soviético Vladimir P. Demikhov en el año 1937. El primer corazón completamente artificial fue implantado en un animal, en concreto, a un perro. Demikhov realizó tres experimentos sucesivos de implantación de una bomba rotatoria en la cavidad torácica cuyos resultados fueron lo suficientemente prometedores para impulsarle a continuar sus investigaciones hasta 1958, fecha en la aparentemente decidió abandonarlas.
La siguiente tentativa corresponde al norteamericano Wilhem Kolff, inventor del riñón artificial. Kolff implantó en 1958 su corazón artificial a un ternero que sobrevivió 90 minutos. En 1969, al cabo de experimentos perfeccionados sucesivamente, Kolff consiguió una supervivencia de 121 días con corazón artificial, siempre con terneros.
Primer corazón artificial en un humano
En diciembre de 1982, el Wilhem Kolff implantaba un corazón artificial en un hombre, Bamey Clark, que sobrevivió 112 días. El corazón que se le implantó, lo había puesto a punto y ajustado el norteamericano Robert Jarvik.
El primer corazón artificial implantado a un humano de la historia estaba realizado en aluminio y poliuretano y era el séptimo prototipo construido por este protésico, de ahí su nombre, Jarvik-7. Se trataba de una bomba doble que asumía las funciones de los dos ventrículos naturales. Carecía de autonomía propia y debía ir conectado a un equipo externo bastante voluminoso (150 kilos).
Evolución del corazón artificial
Los primeros experimentos de Jarvik se iniciaron en 1965 y continuarán hasta finales de la década de los ochenta. Por entonces los riesgos y carencias de los corazones artificiales (los únicos comercializados en aquellas fechas eran el Jarvik-7 y el Penn State, construido por la universidad de Pensilvania), pesaban todavía demasiado para que pudieran ser considerados prótesis definitivas.
Aparte de la necesidad de ir conectados a unidades externas, lo que supone una grave limitación para la libertad de movimientos, este tipo de aparatos entraña riesgos como trombosis, formación de tejidos conjuntivos parasitarios, hemolosis o alteración de los glóbulos rojos, así como disfunciones con ruptura de los diagramas.
Por este motivo, solamente puede ser considerado como un aparato de transición en espera del trasplante definitivo de un corazón biológico. Los progresos realizados en el ámbito de la miniaturización, es decir, en la producción de baterías y acumuladores lo bastante pequeños y ligeros para poderlos instalar en un órgano artificial y lo suficientemente potentes para durar varios años, permiten concebir esperanzas sobre la aparición de corazones artificiales autónomos.
Ya se han producido avances importantes en este terreno en Francia, en Japón, en Alemania y en los Estados Unidos, entre otros países. En cualquier caso, el estado de los conocimientos a finales de la década de los ochenta todavía no había conseguido eliminar los problemas fundamentales derivados de la compatibilidad entre los tejidos artificiales y los tejidos orgánicos.
Algunas investigaciones actuales van encaminadas a la realización de corazones artificiales cuyas paredes estarían recubiertas por células vivas, obtenidas en cultivo, que tapizarían las paredes del órgano artificial.
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