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Kremlin de Moscú

El Kremlin de Moscú es el icono más importante de la capital de Rusia. Varios siglos de antigüedad contemplan sus palacios, catedrales, iglesias, torres y muros de color rojo. Pero han debido de pasar cientos de años para pasar de una pequeña fortaleza de madera al gran conjunto arquitectónico que es hoy. En CurioSfera-Historia.com, te contamos el origen e historia del Kremlin.

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Origen del Kremlin

En los siglos XI y XII, Kiev era “la madre de Rusia”. En el emplazamiento de Moscú tan solo se levantaban algunas casuchas humildes y algún palacete, construido con troncos de pino y encina en el estilo tradicional ruso. Las primeras referencias a la capital aparecen en 1147, cuando el príncipe Jurij Dolgorukij (Jorge Manoslargas) construyó un castillo donde ofrecía “imponentes cenas” a sus amigos de la nobleza.

Para proteger su morada, el príncipe de las manos largas construyó una empalizada o “kreml”, muy parecida a otras fortificaciones levanta­das a lo largo del país. Esa defensa modesta se convertiría, algunos siglos más tarde, en el Kremlin de Moscú. Cuando los tártaros saquearon Kiev en el siglo XIII, el último reducto de la fuerza rusa quedó confinado en la ciudad de Novgorod.

cuál es el origen del kremlin de Moscú

El príncipe Alejandro Nevskij, el héroe de las guerras contra los suecos, el bravo guerrero que había aniquilado a los Caballeros Teutones ahogándolos en las aguas del lago Peipus, preservó una vez más milagrosamente el destino de Rusia frente al asalto de las hordas mongólicas.

Los descendientes de Alejandro Nevskij, Daniel e Iván I, llevaron la capital a Moscú, construyeron su palacio en el Kremlin y reforzaron las defensas de la ciudad. En aquellos años del siglo XIV no eran todavía más que sumisos tributarios del Gran Jan.

Pero su situación política mejoraría notablemente cuando el metropolitano de Rusia decidió trasladarse a Moscú, instalándose también en el Kremlin. A partir de esta fecha, la fortaleza construida a orillas del Moscova se convertiría en el centro religioso del país.

Quién construyó el Kremlin

Iván III fue el creador del Kremlin y el padre del Imperio ruso. Supo reunir bajo su cetro a todos los pueblos eslavos, sometiéndolos hábilmente a los ideales que el zar representaba: la religión, la protección paternal y el poder.

Cuándo se construyó el Kremlin Moscú
Iván III de Rusia

Su imagen ha sido reconstruida, en bronces, a partir del molde de su cráneo. Podemos contemplarlo así, con su frente despejada, su nariz prominente y ambiciosa, sus labios voluntariosos y brutales, igual que le vieron sus súbditos. Para reforzar su ambición de poder, Iván contrajo matrimonio con la princesa Zoé Paleóloga, sobrina del último emperador de Bizancio. Así, aquel pequeño príncipe que reinaba en la fortaleza del kremlin quedaba convertido en zar de la Tercera Roma.

Para llevar adelante su proyecto unificador, Ivan III otorgó el título de patriarcas a los metropolitanos de Rusia. Y se dice que, cuando el emisario del Sacro Imperio Romano le ofreció el título de rey de Rusia, Iván lo rechazó diciendo: “Nuestro poder procede de Dios, como el de nuestros antepasados, y no de ti.”

Construcción del Kremlin

Iván III reavivó la importancia de este acontecimiento levantando las primeras catedrales de piedra dentro del Kremlin:

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  1. La catedral de la Asunción (Uspenskij), donde serían sepultados todos los metropolitanos.
  2. La iglesia del Arcángel Miguel (Arjánguelkij), que guardaría los restos de los grandes duques.

En la iglesia del Arcángel Miguel se conserva hoy la tumba de Iván IV el Terrible, el primer duque que utilizó el título de zar (césar), siguiendo la imperial tradición de los gobernantes de Roma y Constantinopla. Mientras tanto, los muros del Kremlin se habían transformado en sólidos bastiones de piedra. Pero Iván necesitaba dar a su pueblo un testimonio evidente de su grandeza.

¿A dónde podía recurrir para importar artistas y arquitectos que transformaran su palacio en una morada digna de un emperador? Sólo Italia, la patria de Leonardo y Bramante, podía aportar esos genios. El embajador de la corte rusa se trasladó a Bolonia para contratar personalmente a un artista italiano que había conseguido gran renombre trabajando para los Sforza y para el rey Matías Corvino de Hungría: el arquitecto Aristotele Fioravanti.

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En pocos años, la catedral de la Asunción levantaba su airosa figura en medio de los muros del Kremlin. Pero Fioravanti no se había limitado a transportar de occidente las técnicas arquitectónicas de los grandes maestros: supo, ade­más, adaptar sus obras a la mentalidad de aquel imperio oriental. Creó incluso una escuela local que se plasmaría, pocos años más tarde, en la prodigiosa estructura de la catedral de la Anunciación.

Otros artistas italianos continuaron la obra de Fioravanti en el Kremlin. Marco Ruffo y Pietro Solari construyeron el famoso Palacio de las Facetas (Granovitaja Palata), inspirado en las mejores realizaciones del renacimien­to italiano. El prodigioso juego de bóvedas de la Sala de Oro, sostenida por un solo pilar central, producía “una penosa sensación de ahogo» a Catalina la Grande.

En 1505, Alvise Nuovo realizaría la última obra maestra del reinado del terrible Iván; la catedral del Arcángel Miguel. En unas pocas decenas de años, el Kremlin se había convertido en un símbolo de una de las monarquías más poderosas de la tierra.

Los monumentos del kremlin, construidos en una disparatada mezcla de estilos, daban la imagen perfecta de aquel pueblo formado por un increíble mestizaje de razas. Los sueños místicos de oriente se mezclan en el Kremlin con el rigor técnico de occidente; pero el resultado de este difícil ensamblaje es una obra de alentadora grandeza.

La política de Iván se había caracterizado por la expansión y la unidad. Esas dos fórmulas quedarían también cristalizadas en su ambiciosa Catedral del PoderRodeando al Kremlin de una sólida muralla de piedra roja, rematada por torres gigantescas, el zar plasmaba arquitectónicamente la imagen de su gobier­no: pesado, grande y sólido como el poder del autócrata.

Una fortaleza con mucha historia

Las torres del Kremlin guardan muchos recuerdos de la historia de Rusia. El megalómano Boris Godunov, que usurpó la corona pero no fue un gobernante tan malo como podrían considerarlo los aficionados a la ópera, mandó construir unas campa­nas gigantescas para el Kremlin.

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El carillón de la Torre del Salvador tocaba en las ceremonias solemnes el himno zarista; pero una de las primeras disposicio­nes de Lenin en 1918 fue sustituir este motivo musical por las notas de la Internacional. Desde las torres del Kremlin observó Napoleón, en 1812, el incendio de Moscú. Un pequeño oficial que le acompañaba declararía años más tarde que aquél fue el único momento solemne de la aburrida campaña de Rusia; sólo un hombre como Stendhal podía pronunciar una frase tan intencionada.

El marqués de Custine, que fue embajador en la corte de Nicolás I, ha descrito en sus Le tires de Russie la terrible imagen del Kremlin: “cárcel, palacio, santuario, bastión contra los invasores, Bastilla contra la nación, sostén de los tiranos, prisión del pueblo”.

Ninguno de estos adjetivos sería capaz de impresionar a Dostoievski. El propio novelista nos ha dejado una deliciosa descripción proustiana de estos lugares, recordando sus paseos de infancia por la Plaza Roja de Moscú.

Porque el Kremlin ha pasado a la historia indisolublemente unido a la Plaza Roja. Para los rusos, la palabra “rojo” equivale a bello; por eso, cuando Iván el Terrible demolió las pequeñas cons­trucciones que se habían ido diseminando por los muros del Kremlin, el pueblo nombró a la plaza recién construida la Plaza Roja. Para los rusos, la belleza es de color rojo. Rojo es el Kremlin y roja la plaza que lo rodea. Un color de pasión y de sangre que puede ondear, como una bandera, en esta catedral del poder.

El icono de Moscú

El escritor Stefan Zweig dijo en una ocasión: “Moscú es la ciudad más hermosa y original del mundo”. Cuando uno la contempla desde las alturas del campanario de Iván el Grande, parece un grandioso espejismo dibujado por el pincel de un monje pintor de iconos.

Sobre todo en las horas tempranas de la noche despejada, cuando se iluminan las cúpulas de las iglesias y se reflejan los puentes encendidos en las aguas del Mosco­va, la vieja capital de todas las Rusias se abre como una rosa roja en al aire frío.

Un viejo fraile del convento de Pskov, el starec Piloteo, escribía hace siglos: “Dos Romas han caído, la del Tíber y la del Bosforo; la tercera es Moscú, y no existirá nunca la cuarta.” Es una frase pretensiosa; pero los rusos sienten en lo más profundo de su alma esa visión apocalíptica y profética de la historia.

Sólo ellos son capaces de someterse pacientemente a las más grandio­sas utopías; ningún pueblo de la tierra ha esperado tanto tiempo el milagro. Escribe el escritor ruso Dostoievski: “El destino ruso es tan alto, que quien crea en él está por encima de toda duda y toda inquietud.”

En ese sentimiento apocalíptico habría que buscar las raíces de todos los males y todas las virtudes eslavas: la resistencia al dolor, la ambición de poder, la melancolía de amar a una mujer lejana cuando la troika vuela por los caminos nevados.

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