La Acrópolis de Atenas fue siempre el orgullo y la señal de la ciudad. En su tiempo, era la zona más segura del mundo, fundada en una colina de piedra inexpugnable. La historia de la Acrópolis ateniense nos enseña cómo se convirtió en la cuna de la civilización europea. En CurioSfera-Historia.com, te explicamos su origen e historia.
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Origen de la Acrópolis
Levantada en el siglo V, antes de nuestra época y desde que los pelasgos se establecieron en las rocas de la Acrópolis, ningún pueblo extranjero pudo entrar por fuerza en este recinto sagrado, cuna de la civilización europea. Ni siquiera lo consiguieron los aguerridos dorios, que se consideraban hijos de Hércules, pudieron traspasar aquellas murallas ciclópeas donde anidaban legiones de lechuzas.
Los defensores de la Acrópolis formaban un cuerpo religioso-militar muy parecido al de ciertas órdenes militares creadas en la Edad Media: vivían en una estricta organización comunal, atendiendo por igual a su entrenamiento guerrero y a los servicios religiosos.
Pero el ángel defensor de la Acrópolis, la misteriosa divinidad que velaba sobre Atenas, era la lechuza. Este filosófico animal, que enciende sus faros en la noche cálida, fue el emblema de la Acrópolis. Los griegos acuñaron incluso una moneda que llevaba en el anverso el relieve de una lechuza: una de las primeras divisas internacionales del Mediterráneo.
Origen mitológico
La lechuza, animal vigilante y prudente, se convertiría en la compañera inseparable de la diosa Atenea, nacida de la cabeza del dios Zeus. Una vieja leyenda mitológica griega cuenta cómo Atenea tomó posesión de la Acrópolis en hábil combate frente a Poseidón.
El dios de los mares (Zeus) hizo una pretensiosa demostración de su fuerza arrojando su tridente sobre la roca; inmediatamente comenzó a manar de ella una fuente de agua amarga y salobre. Atenea, en contrapartida, creó el olivo, que da a los hombres sombra, aceite y alimento.
Desde aquel momento no hubo para los atenienses más diosa que la aguerrida Atenea. Ella se convirtió en la protectora de todas las virtudes de Atenas: la fuerza, la inteligencia, la laboriosidad. El olivo que plantó en la Acrópolis puede verse todavía junto a los muros del Erecteion.
Centro de la Atenas clásica
Los sumerios nos han dejado la máxima joya de su cultura en la estatua de un hombrecillo llamado Gudea, que se empeña en trazar, como un buen alcalde, los planos de una ciudad ideal. Con el cartapacio sobre sus rodillas, este príncipe, que vivió tres mil años antes de Cristo, puso los fundamentos de la civilización.
Los griegos que levantaron la Acrópolis fueron los mejores discípulos de Gudea; para ellos, la sabiduría y la política comenzaban en la organización de una estructura cívica que permitiese a los hombres una vida feliz.
La cultura griega aportó a Occidente la idea original de “la ciudad». Y a partir de esa retícula ordenada, los ciudadanos de Atenas crearon buena parte de su arte y su pensamiento. No debe olvidarse esta pequeña razón estratégica para entender el pensamiento de Platón o de Aristóteles.
Historia de la Acrópolis de Atenas
La palabra Acrópolis significa, en griego, “ciudad alta». Muchas de las ciudades de la Antigua Grecia tuvieron su colina fortificada: pero ninguna pudo igualarse a la de Atenas. La Acrópolis de Atenas se construyó en el siglo V a. C., y en un principio, se instalaron en ella los reyes, los dioses y los personajes notables de la ciudad. Pero con el tiempo, se convertiría en un santuario sólo reservado a los dioses.
Su destino no podía quedar unido al de las inquietudes políticas de Atenas: o pasarían los héroes y los reyes, morirían los generales de la batalla de Salamina o los legionarios de Marathon, desaparecerían los tiranos y los arcontes, pero la Acrópolis siguió subsistiendo como símbolo de la fuerza de la sabiduría.
El tirano Pisistrato levantó, en el año 561 a. C., un gran templo de cien pies (el Hécatonpedon) en honor de Atenea. Esa construcción, destruida luego durante la invasión de los persas, sería el núcleo del famoso Partenon de Atenas, donde quedaría entronizada la estatua virginal de Atenea tallada por Fidias en oro y marfil.
Un soberbio conjunto de monumentos, maltrechos por el tiempo y por la contaminación, dan todavía testimonio del esplendor de la Acrópolis. En este caso puede decirse que el arte ha superado ampliamente a la naturaleza; porque ninguna montaña del mundo puede ostentar más bellos glaciares que estos edificios construidos en el suave mármol pentélico.
El punto más alto de la Acrópolis mide poco más de 156 metros. Pero no necesita nada más para alcanzar la perfección. La equilibrada estructura del Partenón, templo de Atenea, domina todas las construcciones de la Acrópolis.
El monumento quedó severamente dañado en 1687 a causa de una explosión. Los turcos lo habían convertido en un polvorín que voló por los aires cuando los venecianos bombardearon Atenas. En el centro del templo estuvo en la antigüedad la estatua de Palas Atenea que esculpió Fidias.
La Acrópolis, aun dañada y maltratada por las ofensas de la historia, sobrevivió a todos los peligros. Quizás su destino sea el de ser, como la sabiduría, más profunda y más bella en la vejez.
Monumentos de la Acrópolis
La Atenas clásica estaba organizada en tomo a la Acrópolis, al amparo del olivo y de la sabiduría. Los ideales de la vida griega han quedado plasmados en la estructura de la Acrópolis. Y por eso también el burgo medieval se organizaba en torno al castillo o a la iglesia.
Cuatro monumentos clásicos han quedado como símbolos perennes de aquella Acrópolis que vivió el esplendor del siglo de Pendes:
- Los Propileos.
- El Partenón.
- El Erecteion.
- El templo de Atenea Niké.
A los pies de la Acrópolis se levantan los restos de otros monumentos famosos: el santuario de Dionysos, dios del vino y de la tragedia; el Odeón de Herodes Atico, el Ágora… Esa es la ciudad que quisieron construir los griegos de Atenas. Para San Agustín, ese sueño utópico se llamaría simplemente “La Ciudad de Dios”.
Constructores de la Acrópolis
Los mejores arquitectos, como Mnisikles, Iktinos y Kallicatris, contribuyeron a crear este grandioso conjunto arquitectónico. Pero el nombre de Fidias, el escultor, ha eclipsado a todos los artistas que trabajaron en la montaña sagrada de Atenas.
Hijo de un pintor, Fidias abandonó muy pronto el pincel para dedicarse a la escultura. Tenía un sentido perfecto de la armonía y una capacidad de trabajo que sólo ha tenido parangón en Miguel Ángel. Sin embargo, igual que a este último, la naturaleza le había negado los dones de la belleza física; sus biógrafos cuentan que vivía acomplejado por su cabeza en forma de pera. Su destino tampoco fue muy afortunado, porque conoció el descrédito después de haber alcanzado la gloria.
Los propios atenienses le acusaron de haberse apropiado el oro que se le entregó para realizar la estatua de Atenea, venerada en el Partenón. Justa o injustamente, los atenienses demostraron también, en ese momento, que eran hombres dotados de un sentido crítico y fiscal exigente.
La diosa Atenea no era sólo una divinidad mística, como esos genios misteriosos que se aparecen entre nubes; era más bien el símbolo de Atenas y la reserva “de oro” de su economía. Fidias tuvo que exiliarse a Olimpia, donde gozó de más crédito y pudo trabajar en un taller propio. Pero hasta su muerte no pudo borrar de su mente la imagen de aquella colina sagrada y de aquella Atenas donde había sido dios entre los dioses.
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